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Posts etiquetados ‘Historia’

12
Dic

Poder cognoscitivo de la risa

Cómo olvidar que en aquella enorme novela de Umberto Eco, se discute sobre el papel importante del humor, de la risa. Y es que el vehículo de lo cómico se asemeja a la producción artística en la medida en que prescinde del aparato conceptual o racional para mostrar una realidad; casi diríamos para cuestionarla. Veamos como lo dice Eco:

Aquí Aristóteles ve la disposición a la risa como una fuerza buena, que puede tener incluso un valor cognoscitivo, cuando, a través de enigmas ingeniosos y metáforas sorprendentes, y aunque nos muestre las cosas distintas de lo que son, como si mintiese, de hecho nos obliga a mirarlas mejor, y nos hace decir: Pues mira, las cosas eran así y yo no me había dado cuenta. La verdad alcanzada a través de la representación de los hombres, y del mundo, peor de lo que son o de lo que creemos que son, en todo caso, peor de como nos los muestran los poemas heroicos, las tragedias y las vidas de los santos. ¿Estoy en lo cierto?

Esta es una disertación que el protagonista, Guillermo de Baskerville sostiene con Jorge El Venerable, la noche del séptimo día en la Abadía, un poco antes del terrible incendio provocado por el ciego.

12
Oct

Nuestro Don Quijote: el episodio de la Cueva de Montesinos

En la cueva de Montesinos nuestro caballero andante visita, en su «sueño» el otro mundo, el mundo encantado de los libros de caballerías. Ese que tanto y tanto lleva en su mente y que esta cifrada en otro tiempo, el tiempo del encatamiento, de la magia:

«⏤¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.

⏤Poco más de una hora -replicó Sancho.

⏤Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y amaneció y tornó a anochecer y amanecer tres veces, de modo que a mí cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.» (II, 23)

«Allá», dice el caballero, y dice bien. Pues es un lugar muy otro el de su «sueño» de tres días, un tiempo en que ocurre la visión de sus más profundos ideales, la explicación de los lugares y las hazañas que tanto persigue, los personajes que tanto conoce y admira. Un otro lugar donde Dulcinea le pide dinero, donde no es capaz de vengar con sangre la afrenta a la veracidad de las historas, le justifica así a Sancho:

«No, Sancho amigo, no me estaba a mi bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados.».  (II, 23)

Podemos decir que don Quijote ha sido beneficiado con el deleite de vivir su  «sueño», de palparlo, olerlo, contemplarlo en su mismidad. Y nada de cómico hay en la fe del caballero que todo lo toma en serio, aunque el primo y Sancho le tilden de loco. Pero un loco genuino, que cree en la nobleza de su misión, por ello le revira a su escudero:

«como no estás experimentado en las cosas mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite réplica ni disputa.» (II, 23)

Porque no se puede replicar, menos disputar lo que producto de la fe suprema, de la persecución honesta del ideal. La prueba no está sino en la creencia misma, en la vivencia del creyente.

Ocurre que el Caballero de la triste figura opera en el ideal, y los eventos que sufrió en su experiencia dentro de la cueva no admiten ni explicación ni duda. Son de otra naturaleza. Véase aquí la gran aportación quijotesca al mundo desacralizado de la modernidad.

Grande e inolvidable evento este de la cueva. Profunda su simbolización en la que Cervantes se permite la genealogía de los libros de caballería con lujo de detalles; pues resulta que Don Quijote ve pasar delante de él a los personajes que más fascinan su pasón caballeresca que hasta el lujo se da de corregir la narración:

«Cepos quedos -dije yo entonces-, señor Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y, así, no hay para qué comparar a nadie con nadie.» (II, 23)

¡Qué gloria la de Don Quijote cuando logra que su Dulcinea no sea comparada en belleza con la señora Belerma! Qué manera de aferrarse al deber, de ser fidedigno en los detalles.

11
May

¡Derechos!… pero no obligaciones…

Bien lo señala el pensador: Don Ortega y Gasset, gran espectador de nuestro tiempo, pone el dedo en la llaga, y descubre la falsa actitud, el confort producido por la fácil medianía en la que se instalan nuestro momento social, dice:

Dos defectos de nuestra civilización moderna: enseña derechos y no obligaciones; carece de autoctonía; es decir, que consiste en medios y no en actitudes últimas, deja inculto el fondo de la existencia, aquello de la vida del hombre que es lo absoluto o al través de los cual ésta se inca en lo absoluto.

Es así: la producción de significados efímeros, de gratificaciones momentáneas, simples pero muy vistosas acaparan la atención del humano actual. Lo hacen aferrarse a la persecusión de lo que es «del momento», lo que suena hoy; dejando para siempre el cultivo de lo más profundo, aquello que realmente incide en la más profunda espiritualidad. El resultado: discusiones, pláticas, peleas, defensas apasionadas llenan nuestras redes sociales pero no involucran los temas fundamentales. Lo verdaderamente importante.

En este sentido, nuestra civilización es superficial, y aceptarla o no, tomarla todo o sólo una parte es cuestión de capricho. Por eso con facilidad creciente vemos desentenderse de su decálogo a las gentes, o tomar de éste sólo lo que en cada caso les place.

Vemos que el hombre medio se complace en lo pasajero, se admira de lo sencillo, se apasiona con lo simple. Y de ello resulta una enorme masa que ocupa más el sentido del capricho instantáneo, la ocurrencia momentánea que la meditada  ⏤pero complicada, de ahí su abandono⏤ búsqueda del ideal. Una sociedad, en fin, de medios pasajeros. De simples ocurrencias, que es, por lo mismo, fácilmente manipulable.

 

Citas tomadas de

José Ortega y Gasset, «Revés del almanaque», 1930

20
Jun

Carlos María de Bustamante o los vicios de la historia nacionalista

La forma peculiar que presenta Carlos María de Bustamante como escritor de la historia patria nos introduce en un mundo en el cual el pensar histórico, siguiendo las líneas propias de la época y la coyuntura política del momento, se vuelca en una interpretación contingente de la historia, variable, me explico: a Bustamante le toca vivir todos esos momentos, principios del siglo XIX, en los que se está discutiendo una forma de país; en los que se dejan entrever por todos lados brotes continuos de librepensamiento; la ilustración francesa a la mexicana, invoca en los personajes que actúan en la política nacional, ánimos de acción, la filosofía jusnaturalista los absorbe y la sorprendente cantidad de personajes influidos por ésta nos hacen ver el propósito de un nuevo proyecto tanto en el campo de la política del momento, como en la manera de escribir la historia.

Bustamante nace el 4 de noviembre de 1774 y aunque se le imponen académicamente duros tropiezos (reprueba el primer año de bachiller)* logra terminar sus estudios en artes, para luego entrarle un poco a la filosofía y a la teología; termina como abogado. A partir de este momento estará desempeñando diversos e importantes cargos públicos y ejerciendo con gran vehemencia el periodismo como editor de El Diario de Méjico; libra batallas importantes en pro de la libertad de prensa y escribe hasta el cansancio.

Como buen activista político que fue se une a los movimientos insurgentes, cuando Morelos le concede el grado de brigadier, cumple labores militares de importancia, aunque ya antes había rechazado una invitación de Allende para unirse a la conspiración. En efecto, este roce con los grandes personajes del momento influyó en su pensamiento cuando se expresa colaborando en la redacción de Los Sentimientos de la Nación; el Acta de Independencia y el Manifiesto a la Nación; trabajó también en la redacción de la constitución de Apatzingán.

Contribuyó entonces con grandes obras entre las que destacan: Hay tiempos de hablar y tiempos de callar; Continuación del Cuadro Histórico; Medidas para la pacificación de la América Septentrional; El Nuevo Bernal Díaz del Castillo, entre otras.

Su psicología se centra en el personaje recto, responsable, comprometido con su país y, por eso, nacionalista hasta la ignominia: “Fue don Carlos María figura harto pintoresca: curioso, dicharachero, patriota, republicano y católico ferviente, pretencioso de su asistemático saber, pero honrado y bien intencionado.» Nos dice Josefina Z. Vázquez en su Prólogo al texto Bustamante, El Nuevo Bernal Díaz del Castillo, o sea, historia de la invasión de los angloamericanos en México, editado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

No sobra explicar que con sus constantes participaciones en la política del momento dejo huella minuciosa, como periodista y como historiador, de algunos acontecimientos de importancia, que si bien están fuertemente idealizados, resultan de gran interés para la comprensión del periodo que trata.

10
Jun

Alamán, el historiador

Estadista e historiador, como José Valadés lo pinta en su libro «Alamán, estadista e historiador» editado por la UNAM en 1987, Lucas Alamán representa una figura importante dentro de la historia de los grandes personajes del siglo XIX; en efecto, nacido en Guanajuato por el año de 1792, desde niño estuvo abrazado por los lujos propios de una condición social que podríamos denominar acomodada, estudió en la ciudad de México Minerología, Química y Botánica y viajó casi por toda la Europa continental; nada extraño resulta entonces que manejara diversos idiomas.

Su participación política es rescatable e importante, fue secretario de la Junta de sanidad a los 28 años, para después llegar a ser diputado a las cortes en Madrid. Después le esperarían mejores huesos: ministro de relaciones exteriores en la presidencia de Victoria y con mayor empuje e influencia de Bustamante: “La Administración Alamán”.

Se dice que fue el ideólogo más ideólogo del llamado grupo conservador; él mismo se daba ese título y por todos lados defendió su postura; en esta línea podemos ver a Alamán como periodista y escritor, cronista y literato: se dio a la tarea de leer cuanto pudo sobre filosofía y sobre todo producciones sobre la revolución francesa a la que condenó. Escribió en El Tiempo y en El Universal, como periodista o cronista (quizá sea más correcto decir como propagador de ideas).

Fue director de la Academia Nacional de Historia y reorganizó el Archivo General; esto le facilito hacer fructíferas investigaciones de archivo (acción inédita para la época), que le permitieron la redacción crítica de sus magistrales obras históricas: Las Disertaciones… y la Historia de Méjico, en 5 lúcidos tomos. Todo esto de acuerdo con la sembalnza que de él hace Enrique Plasencia de la Parra, en su artículo “Lucas Alamán”, publicado en El surgimiento de la Historiografía nacional en 1989.

Es cierto que dentro del discurso histórico que procrea Alamán no están exentas las motivaciones políticas o las fobias y filias de todo ser humano; pero muy al margen de lo anterior es conveniente localizar en Alamán un modo peculiar de intentar escribir la historia, una forma, hasta entonces inédita, de crearla; su cercanía a los documentos, su contrastación crítica con el colega, su insistente intento (aunque no siempre logrado) de presentarse imparcial ante los hechos, de trasladarse a la psicología del antepasado para comprenderlo y describirlo, nos dan cuenta del germen que se requiere para el difícil arte de historiar. Él mismo lo explica con maestría en sus Disertaciones que cita Placencia:

Es necesario trasladarnos al tiempo de los acontecimientos que estudia, penetrarnos de las ideas que en cada uno de ellos dominaba, acostumbrarnos a los usos y a juzgar a los hombres según el tiempo en que vivieron. No hay error más común  en la historia que el pretender calificar los sucesos de siglos pasados, por las ideas del presente.

Elocuencia pura el descubrir la especificidad de la historia que, si no siguió al pie de la letra, no desvaloriza, ni mucho menos, la idea. Siguiendo lo dicho anteriormente, es justo ejemplificar con Alamán el intento, genial pero no menos recurrente a veces, por asumir como disciplina específica a la historia. Ahora, con él y por él, la labor del historiador se empieza a clarificar: no basta con sentencia duras, adjetivos apasionantes o breves repeticiones de lo dicho, escuchado o leído, es necesario trabajar y pensar para escribir. Veámoslo compitiendo con sus colegas:

El Barón de Humbolt regula que había en el año de 1804 diez y seis blancos en cada cien habitantes. El Dr. Mora hace subir esta proporción hasta la mitad, en lo que padece manifiesta equivocación, bastando para convencerse  el echar  una simple ojeada sobre la masa de la población, en especial fuera de las ciudades populosas y en los campos…

Baste el ejemplo anterior para convencer; aunque no sólo por eso se dictamina la sentencia: existen otros elementos que hacen admirable y congruente su obra: su relato se aleja de los juicios desmesurados (aunque a cortés no le fue tan mal), intenta explicar los hechos más que narrarlos; tiene en fin una concepción de la historia, a pesar de usos, desusos y abusos, que defiendo como genial para su época, nos diceArturo Arnáiz y Freg:

Buen creyente, concebía la historia con San Agustín y con Bossuet, como el desarrollo homogéneo de un plan divino; mas no fue inmune a la influencia de los enciclopedistas. (…) Entendió su función de cómo la de un creador o estimulador de la cautela: «Si mi trabajo diere por resultado hacer que la generación venidera sea más cauta que la presente, podré lisonjearme de haber producido el mayor bien que puede resultar del estudio de la historia»

Queda claro que si bien no estamos hablando de un historiador al estilo Luis González, sí al menos de un gran pensador que se gana por ley este título, aunque por momentos pensemos en su defecto, o más bien en el defecto de la época que le toco vivir.

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