Alamán, el historiador
Estadista e historiador, como José Valadés lo pinta en su libro «Alamán, estadista e historiador» editado por la UNAM en 1987, Lucas Alamán representa una figura importante dentro de la historia de los grandes personajes del siglo XIX; en efecto, nacido en Guanajuato por el año de 1792, desde niño estuvo abrazado por los lujos propios de una condición social que podríamos denominar acomodada, estudió en la ciudad de México Minerología, Química y Botánica y viajó casi por toda la Europa continental; nada extraño resulta entonces que manejara diversos idiomas.
Su participación política es rescatable e importante, fue secretario de la Junta de sanidad a los 28 años, para después llegar a ser diputado a las cortes en Madrid. Después le esperarían mejores huesos: ministro de relaciones exteriores en la presidencia de Victoria y con mayor empuje e influencia de Bustamante: “La Administración Alamán”.
Se dice que fue el ideólogo más ideólogo del llamado grupo conservador; él mismo se daba ese título y por todos lados defendió su postura; en esta línea podemos ver a Alamán como periodista y escritor, cronista y literato: se dio a la tarea de leer cuanto pudo sobre filosofía y sobre todo producciones sobre la revolución francesa a la que condenó. Escribió en El Tiempo y en El Universal, como periodista o cronista (quizá sea más correcto decir como propagador de ideas).
Fue director de la Academia Nacional de Historia y reorganizó el Archivo General; esto le facilito hacer fructíferas investigaciones de archivo (acción inédita para la época), que le permitieron la redacción crítica de sus magistrales obras históricas: Las Disertaciones… y la Historia de Méjico, en 5 lúcidos tomos. Todo esto de acuerdo con la sembalnza que de él hace Enrique Plasencia de la Parra, en su artículo “Lucas Alamán”, publicado en El surgimiento de la Historiografía nacional en 1989.
Es cierto que dentro del discurso histórico que procrea Alamán no están exentas las motivaciones políticas o las fobias y filias de todo ser humano; pero muy al margen de lo anterior es conveniente localizar en Alamán un modo peculiar de intentar escribir la historia, una forma, hasta entonces inédita, de crearla; su cercanía a los documentos, su contrastación crítica con el colega, su insistente intento (aunque no siempre logrado) de presentarse imparcial ante los hechos, de trasladarse a la psicología del antepasado para comprenderlo y describirlo, nos dan cuenta del germen que se requiere para el difícil arte de historiar. Él mismo lo explica con maestría en sus Disertaciones que cita Placencia:
Es necesario trasladarnos al tiempo de los acontecimientos que estudia, penetrarnos de las ideas que en cada uno de ellos dominaba, acostumbrarnos a los usos y a juzgar a los hombres según el tiempo en que vivieron. No hay error más común en la historia que el pretender calificar los sucesos de siglos pasados, por las ideas del presente.
Elocuencia pura el descubrir la especificidad de la historia que, si no siguió al pie de la letra, no desvaloriza, ni mucho menos, la idea. Siguiendo lo dicho anteriormente, es justo ejemplificar con Alamán el intento, genial pero no menos recurrente a veces, por asumir como disciplina específica a la historia. Ahora, con él y por él, la labor del historiador se empieza a clarificar: no basta con sentencia duras, adjetivos apasionantes o breves repeticiones de lo dicho, escuchado o leído, es necesario trabajar y pensar para escribir. Veámoslo compitiendo con sus colegas:
El Barón de Humbolt regula que había en el año de 1804 diez y seis blancos en cada cien habitantes. El Dr. Mora hace subir esta proporción hasta la mitad, en lo que padece manifiesta equivocación, bastando para convencerse el echar una simple ojeada sobre la masa de la población, en especial fuera de las ciudades populosas y en los campos…
Baste el ejemplo anterior para convencer; aunque no sólo por eso se dictamina la sentencia: existen otros elementos que hacen admirable y congruente su obra: su relato se aleja de los juicios desmesurados (aunque a cortés no le fue tan mal), intenta explicar los hechos más que narrarlos; tiene en fin una concepción de la historia, a pesar de usos, desusos y abusos, que defiendo como genial para su época, nos diceArturo Arnáiz y Freg:
Buen creyente, concebía la historia con San Agustín y con Bossuet, como el desarrollo homogéneo de un plan divino; mas no fue inmune a la influencia de los enciclopedistas. (…) Entendió su función de cómo la de un creador o estimulador de la cautela: «Si mi trabajo diere por resultado hacer que la generación venidera sea más cauta que la presente, podré lisonjearme de haber producido el mayor bien que puede resultar del estudio de la historia»
Queda claro que si bien no estamos hablando de un historiador al estilo Luis González, sí al menos de un gran pensador que se gana por ley este título, aunque por momentos pensemos en su defecto, o más bien en el defecto de la época que le toco vivir.